Sostiene Pereira


La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías pero quizá diga la verdad.


         Como opinión personal (si de algo vale) es una novela de fácil lectura, cargada de ironías, con personajes muy humanos que me hacen acordar al neorrealismo italiano, con mensajes de todo tipo: políticos, literarios, ético - filosóficos, religiosos, psicológicos, etc.
Leí toda la novela pensando que era una declaración a la policía o algún secretario judicial que estaba tipeando todo lo que le decía Pereira en su declaración.  Pero en el libro (e-book) que leí, figura una "Nota a la décima edición italiana" que aclara porqué está escrita de esa manera: Pereira se le presenta al escritor y le relata lo que le sucedió. El "sostiene" que reitera permanentemente no lo reemplaza por "declara", "refiere", "mantiene" o "según dice" o el sinónimo que quieran. Seguramente por algo mas musical o de ritmo que por otra cosa... no lo sé.
        La fecha con que está rubricada esta declaración  es el 25 de agosto de 1993,  es la fecha en la que concluyó el libro, sostiene Tabucchi, coincidente con el cumpleaños de su hija, cosa que la hizo mas importante aún.

 "Nota a la décima edicion italiana"

                  El señor Pereira me visitó por primera vez una noche de septiembre de 1992. En aquella época no se llamaba todavía Pereira, no poseía trazos definidos, era una presencia vaga, huidiza y difuminada, pero que deseaba ya ser protagonista de un libro. Era sólo un personaje en busca de autor. No sé por qué me eligió precisamente a mí para ser narrado. Una hipótesis posible es que el mes anterior, en un tórrido día de agosto en Lisboa, hice una visita. Recuerdo con nitidez aquel día. Por la mañana compré un diario de la ciudad y leí la noticia de que un viejo periodista había muerto en el Hospital de Santa María de Lisboa y que sus restos mortales estaban expuestos para el último adiós en la capilla ardiente del hospital. Por discreción no deseo revelar el nombre de esa persona. Diré únicamente que era alguien a quien había conocido fugazmente en París a finales de los años sesenta, cuando él, como exiliado portugués, escribía en un periódico parisiense. Era un hombre que había ejercido su oficio de periodista en los años cuarenta y cincuenta en Portugal, bajo la dictadura de Salazar. Y había conseguido hacerle una buena jugarreta a la dictadura salazarista publicando en un periódico portugués un feroz artículo contra el régimen. Después, naturalmente, había tenido serios problemas con la policía y se había visto obligado a escoger la vía del exilio. Yo sabía que después del setenta y cuatro, cuando Portugal recuperó la democracia, había regresado a su país, pero no había vuelto a encontrarme con él. Ya no escribía, se había jubilado, no sé a qué se dedicaba, por desgracia había sido olvidado. En aquel período, Portugal vivía la vida convulsa y agitada de un país que ha recuperado la democracia después de cincuenta años de dictadura. Era un país joven, dirigido por gente joven. Nadie se acordaba ya de un viejo periodista que se había opuesto con determinación a la dictadura de Salazar.
                Acudí a visitar su cadáver a las dos de la tarde. La capilla del hospital estaba desierta. La tapa del ataúd estaba levantada. Aquel hombre era católico y le habían colocado sobre el pecho un crucifijo de madera. Permanecí allí unos diez minutos. Era un viejo robusto, o más bien grueso. Cuando le conocí en París era un hombre de unos cincuenta años, ágil y despierto. La vejez, quizá una vida difícil, habían hecho de él un viejo grueso y flácido. A los pies del ataúd, sobre un pequeño atril, había un registro abierto donde aparecían las firmas de los visitantes. Había algunos nombres, pero yo no conocía a nadie. Tal vez fueran antiguos colegas, gente que había vivido con él las mismas batallas, periodistas jubilados.
                En septiembre, como decía, Pereira vino a visitarme a su vez. En aquel momento no supe qué decirle, y sin embargo comprendí de manera confusa que aquella vaga aparición que se presentaba bajo el aspecto de un personaje literario era un símbolo y una metáfora: en cierto sentido era la transposición fantasmagórica del viejo periodista a quien había rendido el último saludo. Me sentí azorado pero le acogí con afecto. Aquella tarde de septiembre comprendí vagamente que un ánima que erraba en el espacio del éter me necesitaba para relatarse, para describir una elección, un tormento, una vida. En ese privilegiado espacio que precede al momento del sueño, y que para mí es el espacio más idóneo para recibir las visitas de mis personajes, le dije que volviera de nuevo, que se confiase a mí, que me contara su historia. Volvió y yo encontré para él de inmediato un nombre: Pereira. En portugués Pereira significa peral y, como todos los nombres de árboles frutales, es un apellido de origen judío, al igual que en Italia los apellidos de origen judío son nombres de ciudades. Con ello quise rendir homenaje a un pueblo que ha dejado una gran huella en la civilización portuguesa y que ha sufrido las grandes injusticias de la Historia. Pero hubo otro motivo, esta vez de origen literario, que me empujaba hacia ese nombre: una pequeña pieza teatral de Eliot titulada What about Pereira?, en la que dos amigas evocan, en su diálogo, a un misterioso portugués llamado Pereira, del cual no se llegará a saber nada. De mi Pereira, en cambio, yo comenzaba a saber muchas cosas. En sus visitas nocturnas me iba contando que era viudo, cardiópata e infeliz. Que le gustaba la literatura francesa, especialmente los escritores católicos de entreguerras, como Mauriac y Bernanos, que estaba obsesionado por la idea de la muerte, que su mayor confidente era un franciscano llamado padre António, con el cual se confesaba temeroso de ser herético porque no creía en la resurrección de la carne. Y, después, las confesiones de Pereira, unidas a la imaginación de quien escribe, hicieron lo demás. Encontré para Pereira un mes crucial en su vida, un mes tórrido: agosto de 1938. Pensé en una Europa al borde del desastre de la Segunda Guerra Mundial, en la Guerra Civil española, en las tragedias de nuestro pasado reciente. Y en el verano del noventa y tres, cuando Pereira se había convertido en amigo mío y me había relatado su historia, yo pude escribirla. La escribí en Vecchiano, en dos meses, que fueron también tórridos, de intenso y furibundo trabajo. Por una afortunada coincidencia, acabé de escribir la última página el 25 de agosto de 1993. Y quise registrar esa fecha en la página porque es para mí un día importante: el cumpleaños de mi hija. Me pareció una señal, un auspicio. El día feliz del nacimiento de un hijo mío nacía también, gracias a la fuerza de la escritura, la historia de la vida de un hombre. Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado.




La literatura en Sostiene Pereira 


Pereira: 
Luigi Priandello: Hace dos años desaparecía Luigi Pirandello. Y después, debajo, escribió el subtítulo: «El gran dramaturgo había estrenado en Lisboa su Un sueño (pero quizá no)»
Cap 1
Fernando Pessoa:  Entonces se acordó de la sección «Efemérides» y se puso a escribir. «Se cumplen tres años de la desaparición del gran poeta Fernando Pessoa. Hombre de cultura inglesa, había decidido escribir en portugués porque sostenía que su patria era la lengua portuguesa. Nos ha dejado bellísimas poesías dispersas en revistas y un largo poema, Mensaje, que es la historia de Portugal vista por un gran artista que amaba a su patria». Cap 5
Francois Mauriac y Georges Bernanos: Permaneció un par de minutos en silencio dejando que el aire fresco le secara la camisa. Debe hacerme una necrológica de Mauriac, respondió, o de Bernanos, lo dejo a su elección, no sé si me he explicado.  Cap 5
Guy de Maupassant: Entonces se puso a leer el cuento de Maupassant que él mismo había traducido para ver si encontraba algo que corregir. No encontró nada. El cuento estaba perfecto y Pereira se congratuló. Eso hizo que se sintiera un poco mejor, sostiene. Después sacó del bolsillo de la chaqueta un retrato de Maupassant que había encontrado en una revista de la biblioteca municipal. Era un retrato a lápiz, obra de un pintor francés desconocido. Maupassant tenía un aire de desesperación, con la barba descuidada y los ojos perdidos en el vacío, y Pereira pensó que era perfecto para acompañar el cuento. Además era un cuento de amor y de muerte, requería un retrato que tendiera a lo trágico. Era necesario insertar una cuña en medio del artículo, con los datos biográficos básicos de Maupassant. Pereira abrió el Larousse que tenía sobre el escritorio y se puso a copiar. Escribió: «Guy de Maupassant, 1850-1893. Como su hermano Hervé, heredó de su padre una enfermedad de origen venéreo que le condujo primero a la locura y después, todavía joven, a la muerte. Participó a los veinte años en la guerra franco-prusiana, trabajó en el ministerio de la marina. Escritor de talento y visión satírica, describe en sus relatos las debilidades y la bellaquería de cierta parte de la sociedad francesa. Escribió también novelas de gran éxito como Bel-Ami y el relato fantástico El Horla. Presa de ataques de locura, fue internado en la clínica del doctor Blanche, donde murió pobre y abandonado». Cap 9
T. E. Lawrence: por lo demás, usted recordará cómo, hace tres años, cuando murió T. E. Lawrence, ningún periódico portugués pudo hablar de él a tiempo, todos publicaron necrológicas una semana más tarde... Cap 9
Thomas Mann: y advirtió que estaba leyendo un libro de Thomas Mann en alemán. ...
...He notado que estaba leyendo un libro de Thomas Mann, dijo Pereira, es un escritor que aprecio mucho. A él tampoco le hace feliz lo que está sucediendo en Alemania, dijo la señora Delgado, yo no diría que esté contento, no.  Cap 10
Honoré de Balzac: he traducido Honorine de Balzac, me marcho esta mañana,...
...pensaba en Honorine de Balzac, en el arrepentimiento, y le parecía que él también tendría que arrepentirse de algo, pero no sabía de qué.  Cap 13
Alphonse Daudet: Tomó un café, cogió una pequeña maleta y metió en ella los Contes du lundi de Alphonse Daudet. Quizá se quedara algunos días más, pensó, y Daudet era un autor que podía figurar perfectamente entre los cuentos del Lisboa. Cap 14
... por suerte me he traído un libro de Alphonse Daudet, así puedo hacer alguna traducción para el periódico, de Daudet nos gustó sobre todo Le petit chose, ¿lo recuerdas?, lo leímos en Coimbra y a ambos nos conmovió, era la historia de una infancia y quizá pensábamos en un hijo que después nunca tuvimos, en fin, qué le vamos a hacer, de todas formas me he traído los Contes du lundi y creo que estaría bien una novela corta para el Lisboa Cap 15
traje conmigo un libro de Alphonse Daudet, ¿le gusta Daudet? Lo conozco mal, confesó el doctor Cardoso. He pensado en traducir un relato de los Contes du lundi, me gustaría publicarlo en el Lisboa, dijo Pereira. Cuéntemelo, dijo el doctor Cardoso. Verá, dijo Pereira, se llama La dernière classe, habla de un maestro de un pueblo francés en Alsacia Cap 17
Aquilino Ribeiro: En una mesa cercana, en efecto, se hallaba el novelista Aquilino Ribeiro, que estaba comiendo con Bernardo Marques, el dibujante vanguardista, quien había realizado las ilustraciones de las mejores revistas del modernismo portugués.Cap 14
Rainer Maria Rilke: Se sentó a la mesa del salón y pensó en ponerse a escribir una efemérides sobre Rilke. Pero en el fondo no tenía ganas de escribir nada sobre Rilke, aquel hombre tan elegante y esnob que había frecuentado a la alta sociedad. Cap. 21. 

Monteiro Rossi:
García Lorca: Describía la muerte de García Lorca y empezaba así: «Hace dos años, en circunstancias oscuras, nos dejó el gran poeta español Federico García Lorca. Se sospecha de sus adversarios políticos porque fue asesinado. Todo el mundo se pregunta todavía cómo fue posible una atrocidad semejante». Cap 5
Filippo Tommaso Marinetti: Ha muerto Filippo Tommaso Marinetti. A Pereira le dio un vuelco el corazón porque sin mirar la otra página comprendió que quien escribía era Monteiro Rossi...
...Comenzaba así: «Con Marinetti desaparece un violento, porque la violencia era su musa. Había comenzado en 1909 con la publicación de un Manifiesto futurista en un periódico de París, manifiesto en el que exaltaba los mitos de la guerra y la violencia. Enemigo de la democracia, belicoso y belicista, exaltó después la guerra en un extravagante poemilla titulado Zang Tumb Tumb, una descripción fónica de la guerra de África del colonialismo italiano. Y su fe colonialista le llevó a exaltar la empresa italiana en Libia. Escribió, entre otras cosas, un manifiesto repulsivo: Guerra única higiene del mundo. Sus fotografías nos muestran a un hombre en pose arrogante, de bigotes rizados y con una casaca de académico repleta de medallas. El fascismo italiano le concedió muchas, porque Marinetti fue uno de sus más fervientes defensores. Con él desaparece un oscuro personaje, un pendenciero…». Cap 7
Vladímir Maiakovski: Efemérides. Decía: «Hace ocho años, en 1930, moría en Moscú el gran poeta Vladímir Maiakovski. Se suicidó de un disparo, por desengaños amorosos. Era hijo de un inspector forestal. Tras haberse inscrito jovencísimo en el Partido Bolchevique, sufrió tres arrestos y fue torturado por la policía zarista. Gran propagandista de la Rusia revolucionaria, formó parte del futurismo ruso, que se diferencia políticamente del futurismo italiano, y emprendió una gira por su país a bordo de una locomotora, recitando por los pueblos sus versos revolucionarios. Suscitó el entusiasmo del pueblo. Fue artista, dibujante, poeta y hombre de teatro. Su obra no ha sido traducida al portugués, pero puede comprarse en francés en la librería de Rua do Ouro de Lisboa. Fue amigo del gran cineasta Eisenstein, con quien colaboró en varias películas. Nos dejó una vastísima obra en prosa, poesía y teatro. Conmemoramos aquí al gran demócrata y al ferviente antizarista. Cap 19

Marta:
 Gabrielle D’Annunzio (Rapagnetta) y Paul Claudel:  Rapagnetta que se hacía llamar D’Annunzio nos dejó hace algunos meses, pero está también esa beatona de Claudel, ya basta de Claudel, ¿no le parece?, y claro, su periódico, que me parece de tendencia católica, tendría mucho gusto en hablar de él, y después está ese truhán de Marinetti, qué odioso personaje, después de haber cantado a la guerra y a los obuses, se ha unido a los camisas negras de Mussolini, Cap 4

Dr Cardoso:
Théodule Ribot y Pierre Janet: Quisiera hacerle una pregunta, dijo el doctor Cardoso, ¿conoce usted los médecins-philosophes? No, admitió Pereira, no los conozco, ¿quiénes son? Los más importantes son Théodule Ribot y Pierre Janet, dijo el doctor Cardoso, fueron sus obras lo que estudié en París, son médicos y psicólogos, pero también filósofos, propugnan una teoría que me parece interesante, la de la confederación de las almas. Cap 16

El Padre Antonio:
François Mauriac y Jacques Maritain: El padre António se sonó la nariz como si estuviera conmovido y continuó: En la primavera del año pasado, dos ilustres escritores católicos franceses, François Mauriac y Jacques Maritain, publicaron un manifiesto en favor de los vascos. ¡Mauriac!, exclamó Pereira, ya decía yo que había que preparar una necrológica anticipada para Mauriac, es una persona espléndida, pero Monteiro Rossi no fue capaz de escribirla.
Paul Claudel:   el famoso Paul Claudel, también un escritor católico, que escribió una oda «Aux Martyrs Espagnols» como prólogo en verso a un mefítico opúsculo de propaganda de un agente nacionalista de París. Claudel, dijo Pereira, ¿Paul Claudel? El padre António se sonó nuevamente la nariz. El mismo, dijo, ¿cómo lo definirías, Pereira? Así, de pronto, no sabría, respondió Pereira, él también es católico, ha tomado una postura diferente, ha hecho su elección. Pero ¿cómo que de pronto no sabrías, Pereira?, exclamó el padre António, ese Claudel es un hijo de puta, eso es lo que es, y siento mucho decir estas palabras en un lugar sagrado, preferiría decírtelas en la calle

Director:
Eça de Queirós y  Camilo Castelo Branco: tienes decenas de escritores donde elegir, incluso del siglo XIX, la próxima vez elige un cuento de Eça de Queirós, que conocía bien Portugal, o de Camilo Castelo Branco, que cantó a la pasión y que tuvo una hermosa y agitada vida de amoríos y prisiones... Cap 21
Luís de Camões: ¿por qué no hace la efemérides de un poeta de la patria?, ¿por qué no escribe sobre nuestro gran Camoens? ¿Camoens?, respondió Pereira, pero si Camoens murió en mil quinientos ochenta, hace casi cuatrocientos años. Sí, dijo el director, pero es nuestro gran poeta nacional, siempre está de actualidad, además, ¿sabe qué ha hecho António Ferro, el director del Secretariado Nacional de Propaganda, es decir, el Ministerio de Cultura?, ha tenido la brillante idea de hacer coincidir el Día de Camoens con el Día de la Raza, en ese día se conmemora al gran poeta de la épica y a la raza portuguesa, y usted podría escribir una efemérides. Pero el Día de Camoens es el diez de junio, objetó Pereira, señor director, ¿qué sentido tiene celebrar el Día de Camoens a finales de agosto? Por de pronto, el diez de junio no teníamos todavía la página de cultura, explicó el director, y esto puede indicarlo en el artículo, y además siempre se puede conmemorar a Camoens, que es nuestro gran poeta nacional y hacer una referencia al Día de la Raza, basta una referencia para que los lectores lo entiendan. Cap 23



La última clase
(Relato de un niño alsaciano)
[Cuento. Texto completo.]

Alphonse Daudet

Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.
¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.
Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: "¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?"
Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:
-No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.
Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.
De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:
-¡Silencio! ¡Un poco de silencio!
Yo contaba con este jaleo para deslizarme en mi banco sin ser visto; pero precisamente aquel día todo estaba tranquilo como la mañana de un domingo. Por la ventana, abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios, y al señor Hamel, que pasaba y repasaba, con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo más solución que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No les digo si estaría avergonzado, ni el pánico que tendría!
Pues bien: ¡no! El señor Hamel me miró sin cólera y me dijo dulcemente:
-Siéntate pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.
Me monté sobre el banco, y en seguida me senté al pupitre. Fue entonces cuando, algo recobrado de mi pavor, eché de ver que el maestro se había puesto su hermosa levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra, que sólo sacaba los días de inspección o de distribución de premios. Además, la clase entera tenía un no sabía qué extraordinario, solemne; pero lo que me sorprendió más fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar desiertos, unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano Hauser, el antiguo alcalde, el cartero viejo y otros cuantos. Todos ellos parecían tristes, y Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que sostenía en las rodillas abierto, con las gruesas gafas entre las páginas.
Mientras yo hacía estas extrañas observaciones, el señor Hamel se había subido a su tribuna, y con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos dijo:
-¡Hijos míos!, es el último día que les doy clase. Ha llegado de Berlín la orden de que no se enseñe más que el alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena... El maestro nuevo llega mañana. Hoy es nuestra última lección de francés; les suplico que pongan toda su atención.
Estas cuatro palabras me trastornaron por completo. ¡Miserables! Esto es lo que nos preparaban con el bando de la Alcaldía.
¡Mi última lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir! Entonces, ¡yo no lo aprendería nunca! ¡No pasaría de ahí! ¡Cómo me reprochaba a mí mismo el tiempo perdido, los novillos que había hecho para ir a nidos o a patinar sobre el Saar! Mis libros, que hacía poco me aburrían tanto y tanto me pesaban en la mano, mi Gramática, mi Historia Sagrada, ahora me parecían viejos amigos, de quienes me costaría mucho trabajo separarme. Lo mismo que el señor Hamel. La idea de que iba a marcharse, de que ya no lo vería más, me hacía olvidar los castigos y los palmetazos.
¡Pobre hombre! Se había puesto su traje bueno de los domingos en honor a la última clase. Ahora ya comprendía también por qué estos viejos del pueblo habían venido a sentarse en lo último de la sala. Parecía que sentían no haber venido más a menudo; era también una manera de dar las gracias al maestro por sus cuarenta años de buenos servicios, de ofrecer sus respetos a la patria que se marchaba con él...
Estaba en este punto de mis reflexiones, cuando oí que el maestro me llamaba. Me había llegado el turno. ¡Qué no habría dado yo por poder decir de un tirón aquella terrible regla del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a las primeras palabras me embrollé, y allí me quedé, de pie, balanceándome en el banco, con el corazón en un puño y sin atreverme a levantar la cabeza. El señor Hamel me iba diciendo:
-No te riño, pobrecito; bastante castigado estás... Pero, mira, las cosas son así. Todos los días nos decimos ¡Bah!, tengo tiempo, ya estudiaré mañana, y luego, aquí tienes lo que pasa. ¡Ay! Ésta ha sido la gran desgracia de nuestra Alsacia: dejar siempre su instrucción para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a decirnos: Pero ¿cómo? ¿Pretenden ser franceses y no saben hablar su lengua? De todo ello, tú no tienes mucha culpa; todos nosotros tenemos muchas cosas que echarnos en cara. A sus padres no les ha importado gran cosa verlos instruidos; les parecía mejor mandarlos a trabajar la tierra o a las fábricas, para reunir unos cuantos céntimos más. Y yo mismo, ¿no tengo algo que reprocharme también? ¿No les hacía muchas veces regar mi jardín en vez de estudiar? Y cuando quería irme a pescar truchas, ¿me violentaba algo para mandarlos a paseo?
Y después, de una cosa en otra, el señor Hamel llegó a hablarnos de la lengua francesa, diciendo que era la lengua más hermosa del mundo, la más clara, la más sólida; que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla nunca, porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia, es como si tuviera la llave de la prisión1. Después cogió una gramática y nos leyó la lección; yo estaba asombrado de ver cómo lo comprendía; todo lo que decía me pareció fácil, facilísimo. Acaso fuera que nunca había escuchado con tanta atención y que tampoco él había puesto tanta paciencia en sus explicaciones. Se diría que el pobre quería infundirnos todo su saber antes de marcharse, que nos lo quería meter de golpe en la cabeza.
Cuando hubo terminado la lección pasamos a la escritura. El maestro nos había preparado modelos nuevos, sobre los que había escrito con una hermosa letra redonda: Francia, Alsacia, Francia, Alsacia. Parecían banderitas que ondeaban por toda la clase, colgadas como de un mástil sobre nuestros pupitres. ¡Era de ver cómo nos aplicábamos todos! ¡Qué silencio! No se oía más que el rasguear de las plumas sobre el papel. Por la ventana entraron zumbando unos abejorros; nadie paró en ellos, ni siquiera los pequeñuelos, que no levantaban cabeza, trazando sus palotes con tanta afición como si fueran francés también.
Sobre el tejado de la escuela, las palomas se arrullaban dulcemente; al oírlas me preguntaba: "¿Las obligarán también a arrullarse en alemán?"
De vez en cuando levantaba los ojos de mi plana y veía al señor Hamel, inmóvil en su silla, mirando fijamente los objetos a su alrededor, como si quisiera llevarse en la mirada toda su escuela. ¡Figúrense! Desde hacía cuarenta años estaba allí; en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre parecida; sólo los bancos, los pupitres, se habían lustrado, bruñidos por el uso; los nogales del patio habían crecido, y la enredadera, plantada por su mano, festoneaba las ventanas y subía hasta las tejas. ¡Qué tortura debía ser para aquel pobre hombre dejar todas estas cosas y oír a su hermana, que trajinaba en el piso de encima haciendo las maletas!... Porque debían partir al día siguiente, ¡irse de su tierra para siempre!
Sin embargo, aún tuvo ánimos para darnos la clase de cabo a rabo. Después de la escritura dimos la lección de historia; más tarde, los más pequeños cantaron juntos el ba, be, bi, bo, bu. Allá en lo último de la sala, el viejo Hauser se había puesto los espejuelos, y, con la cartilla abierta, deletreaba a coro con ellos. Se veía que también él se aplicaba; su voz temblaba de emoción y era tan gracioso oírlo, que teníamos ganas de reír y llorar a la vez. ¡Ay! ¡Siempre me acordaré de esta ultima clase!
En esto, el reloj de la iglesia dio las doce; después, sonó el Ángelus. En el mismo momento, los sonidos de las trompetas de los prusianos, que volvían de la instrucción, estallaron bajo las ventanas. El señor Hamel se levantó de su asiento completamente demudado; nunca me había parecido tan grande.
-Hijos míos -dijo-; hijos míos... Yo..., yo...
Pero algo lo ahogaba, y no pudo terminar la frase.
Entonces se volvió hacia la pizarra, cogió la tiza y, calcando con todas sus fuerzas, escribió en trazos tan gruesos como pudo:


"¡VIVA FRANCIA!"

Y allí se quedó, la cabeza apoyada contra la pared. Y, sin hablar, nos hacía con la mano señas que querían decir:
-Se ha acabado... Salgan.


FIN


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Encontré un texto hermoso sobre Sostiene Pereira  del cual les transcribo unos párrafos.

LO QUE NO SOSTIENE PEREIRA
Carmen Toriano Universidad Nacional de Cuyo


                  Sostiene Tabucchi que lo conoció "fugazmente en París a finales de los años sesenta". Era un periodista portugués que durante la dictadura de Salazar, a raíz de "un feroz artículo contra el régimen", había debido exiliarse. Después de 1974 el periodista regresó a su país y allí lo encontró Tabucchi por segunda vez, en agosto de 1992, en oportunidad de despedir sus restos mortales. 
                Al mes siguiente de su muerte, el periodista lo visitó, sostiene Tabucchi, y le manifestó su deseo de protagonizar un libro. El escritor comprendió que "un espíritu que erraba en el espacio del éter" acudía a él "para relatarse, para describir una elección, un tormento, una vida". Decidió llamarlo "Pereira", sostiene. 
               Los hechos le fueron revelados a lo largo de once meses y en el verano del 1993, en Vecchiano, la historia del periodista se transformó en literatura: "las confesiones de Pereira unidas a la imaginación de quien escribe -sostiene Tabucchi- hicieron lo demás"'. 
               De aquí resulta que las confesiones, a las que el autor no incluye en su imaginación, combinadas con el arte propio de escribir, dieron lugar a la historia que leemos. Por lo tanto la obra es, en primera instancia, la transposición poética de aquellos "diálogos". 
               En el texto, dichos diálogos se transforman básicamente en un monólogo ya que, dentro del mundo de ficción, Tabucchi se proyecta en un narrador-taquígrafo limitado a reproducir el discurso de Pereira: estaríamos ante un texto escrito que finge transcribir o que quizás transcribe (los caminos de la creación son imprevisibles) un texto oral. 
              Ahora bien, si el acto de habla fundamental del narrador es narrar, el de esta novela que sólo dice "sostiene Pereira" anula su función con su propia frase y delega la pronunciación del discurso al protagonista. La narración no registra nada fuera del habla o los pensamientos verbalizados por Pereira y lo único realmente dicho por la voz narradora viene a corroborar que quien "dice" que Pereira pensó, sintió, escuchó, decidió, caminó, reflexionó, etc., es el propio Pereira. 
               Esta mediación narrativa tan sutil, representada por un narrador que casi "no habla", lleva a preguntarse inmediatamente hasta qué punto el taquígrafo-autor se ajusta a lo que oye, en qué medida salpica con su tinta las declaraciones del personaje y cuál es su grado de intromisión en el contenido de la historia. 
               Desde la construcción del discurso se observa que a pesar de ¡a casi nula intervención, el aporte del autor-taquígrafo-narrador es clave; su frase "sostiene Pereira" funciona como una proposición principal que convierte a la totalidad de lo narrado en una especie de subordinada. Es decir que la historia estaría regida por un verbo intrínsecamente subjetivo, según sostiene Kerbrat- Orecchioni, cuya fuente de evaluación es el sujeto de la enunciación. "Sostener", dice la lingüista, denota que quien recibe la información no prejuzga acerca de la verdad o falsedad de los contenidos enunciados ni toma posición sobre este punto. Por otra parte, la frase confiere a! relato las características del estilo procesal, el cual se caracteriza por excluir todo rasgo de sentimiento o de emoción2 . 
               Lo interesante es que el enunciado referido (la subordinada) viene, precisamente, a desbaratar estos principios: el hecho de transcribir un discurso densamente marcado por términos afectivos, axiológicos, modalizantes y evaluativos, echa por tierra la objetividad prescripta por las formas y la transgresión opera como una instrucción fundamental de lectura. La elección del estilo procesal no es inocente ni contradictoria. Confiere un alto grado de credibilidad a lo narrado y filtra la intención de que sea leído como verdadero. 
                En cuanto al narrador, aceptar, sin modificarlo, un discurso que destila subjetividad, indica que está adoptando una posición del todo alejada de quien realiza un proceso policial, y que, además, asume abierta complicidad con el declarante y comparte con él todos los términos.                              Inferimos que intencionalmente se ha tendido un velo sobre la primera persona, y por lo tanto sobre el subjetivismo que subyace en la composición discursiva, y esto nos lleva a otra reflexión. 
               Lo que leemos es evocación de experiencias vividas, reconstruidas por la memoria e inevitablemente modificadas por el recuerdo. No se puede definir el lapso que separa el momento de la enunciación del tiempo del enunciado pero, por lo menos, median los casi dos meses que dura el relato, desde el 25 de julio de 1938 hasta casi mediados de setiembre. Asombran, en este sentido, la precisión de las conversaciones transcriptas y el detallismo con que se da cuenta de extensos tramos de pensamiento o de reflexiones.  
                La representación pormenorizada de estructuras perceptuales, secuencias de acciones y construcciones cognitivas es impecable y sugiere la minuciosidad de las notas tomadas en el preciso momento en que las cosas ocurren.

En este link en PDF completo 


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Diario de un Cura Rural  - Geroges Bernanos
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1 comentario:

  1. Gracias Gustavo. sobre todo por habernos dado la posibilidad de leer este bellísimo cuento. Tus compañeros lectores lo difrustamos

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