jueves, 3 de octubre de 2013

El Buen Dolor - Guillermo Saccomanno

Les transcribo aquí una nota aparecida en Página 12 y otra en La Nación en 1999, cuando G. presentó El Buen Dolor.


Saccomanno se juega con su nueva novela

Casa natal


                       En una era de novelas históricas que visitan pudorosamente la vida privada de los próceres y de talk-shows televisivos que trivializan las intimidades de los ciudadanos anónimos, Guillermo Saccomanno demuestra con su nuevo libro la potencia literaria que puede alcanzar lo confesional. Las 150 páginas de El buen dolor sobriamente dicen que no hace falta pertenecer a los Buendía para escribir sobre la familia y que no es necesaria una novela-río para contar la historia de los padres.


Por CLAUDIO ZEIGER


                                Se había acostumbrado (y había acostumbrado, de paso, a sus lectores) a un puñado de evidencias sobre su propia literatura. Hasta hace poco más de un año, Guillermo Saccomanno era el escritor argentino que estaba llevando a la práctica en forma consecuente la premisa arltiana de la prepotencia de trabajo. Un dogma que lo impulsaba a producir cuentos cortos aceitados, precisos en su capacidad de sintetizar en pocas páginas las experiencias de los demás, al mismo tiempo que trabajaba en guiones de películas como Bajo bandera (basado en su propio libro de 1991) y 24 horas, todo combinado con sus colaboraciones periodísticas y sus talleres literarios. Cuando parecía que Saccomanno había elegido definitivamente la eficacia (y a veces el efectismo) del cuento breve, el cross a la mandíbula –con los evidentes riesgos de automatización y los beneficios de la eficacia–, el rumbo cambió bruscamente. La reciente aparición de El buen dolor, una novela corta estructurada en base a tres relatos, obliga a poner entre paréntesis la imagen de ese Saccomanno ensimismado en el oficio. Es, durante 150 páginas, un escritor que se ha despojado de cualquier mameluco protector y de cualquier forma de defensa. Dueño de una absoluta precisión de estilo, eso sí. Y decidido a poner en suspenso las historias de los demás –las crónicas de costumbres, los personajes sociales– para volver la mirada sobre su propia historia. Los interrogantes que ahora plantea su literatura son súbitamente otros. Ya no ¿cómo hablar de los nuevos pobres o los nuevos ricos, de los contrastes sociales de una ciudad enajenada? como surgían de los relatos de sus últimos libros, Animales domésticos (1993) y La indiferencia del mundo (1997), sino: ¿cómo hablar de la vieja pobreza y el viejo dolor, de la enfermedad aniquiladora de la abuela real, de los recovecos sutiles y sinuosos de una relación padre-hijo, de la casa natal en Mataderos?

En otras palabras, Saccomanno volvió a ser un escritor en situación de peligro (como se llamaba ese otro libro suyo, de 1986, que mereció el Premio del Club De Los XIII con su vívido relato de la relación padre hijo). Saccomanno ha escrito nuevamente sobre el padre, sobre los orígenes, la casa paterna, sobre la literatura y sobre sí mismo, y lo ha hecho de una forma seca y cortante. El resultado es un gran libro, que rescata unas atmósferas y unos sentimientos como hacía rato no aparecían tratados en la literatura argentina. El buen dolor es un libro sobre el pasado argentino de un escritor argentino surgido de las entrañas de la clase media baja. Saccomanno recuerda y cuenta. Y, lejos de la melancolía que embellece el pasado, decidió hacer foco en los síntomas más agudos de aquello que seleccionó su memoria, que es lo que la marcó a fuego: la enfermedad, la pobreza y el dolor, contemplados por una persona que se acostumbró a mirar el mundo desde la perspectiva de la literatura. Alguien consciente de que ya no está sumergido en la pobreza, pero que a pesar de todo, como se dice a sí mismo el narrador del libro, empezabas a darte cuenta de que determinados sentimientos que generan la pobreza y la enfermedad iban a perseguirte siempre, por más fugas que tramaras.



MUNDO, MI CASA “Yo puedo seguir escribiendo cuentos, puedo hacer sesenta o setenta más y sé que van a estar bastante bien porque tengo el oficio. Puedo escribir un cuento sobre un pibe que entra por primera vez a la villa. Sé hacerlo. Pero ¿cuándo escribir sobre la historia de uno?” dice Saccomanno ahora. Esta breve novela tiene sin embargo una historia larga. Es uno de esos libros que los escritores arrastran como almas en pena mientras escriben otros libros y se dedican a otros menesteres. Cuenta Saccomanno que ya en 1993 había una versión que no lo conformaba, y en cierto modo los desvíos de la realidad también fueron los desvíos que luego aparecen en los textos de El buen dolor.

En la primera parte, el narrador nos cuenta esa infancia que transcurre en la única casa del barrio al que llegaba la revista Life, “situada en el límite entre Floresta y Mataderos”. Era la casa de la abuela, que como tantas viviendas de la zona y de la época, remataba al fondo con jardín, gallinero y parra en el patio. El hijo de esa abuela y padre de Guillermo –que era sastre, que había querido ser periodista y que también llegó a publicar algunos libros– le dice a su propio hijo que, si se levantaran de improviso todos los techos de la ciudad y los hombres pudieran ver cómo viven los demás, el mundo sería otro. Y agrega: Pero los techos no se levantaban. Y el mundo era esa casa. En esa casa muere la abuela tras una agonía horrible. Tan horrible que, para liberar al resto de la familia del pavoroso espectáculo de sus aullidos, de las llagas y la demencia, el nieto decide apurar su paso al más allá. Lo logra a medias. Cuando va a liquidarla, la abuela acaba de morir por sus propios medios. Tiempo después, el escritor en ciernes ejecuta su primer cuento: un cuento sobre la abuela. El padre –después que el hijo se lo da a leer con cierta aprensión– le dice que le gustó, que está bueno, pero que le falta algo: Te falta experiencia.

“Ese cuento existió. Lo escribí a los 17 años” recuerda Saccomanno. “Se llamaba Dale un beso a tu abuelita, y eran como las placas de la vida que iban pasando mientras le daba un beso a la abuela en el ataúd. Bueno, es increíble la cantidad de veces que yo perdí las copias de ese cuento. Finalmente quedó una en poder de una amiga actriz, Silvia Baylé, que inclusive lo tiene guionado porque estaba trabajándolo para adaptarlo en una obra de teatro. Pero cuando el cuento reapareció en mi vida el libro prácticamente ya estaba escrito. Ahora tiene un valor arqueológico.”

Muchos años después, con el libro a medio hacer y poco antes de que a su padre lo internaran para una operación, Saccomanno viajó a Villa Gesell (una de sus primeras incursiones en esta ciudad en la que ahora vive gran parte del año y que lo cuenta como uno de sus vecinos más conspicuos fuera de temporada). “Yo iba para tomar aliento antes de la internación de mi viejo en el hospital Fernández. Pensaba estar allá unos días y escribir. En el micro me encontré con la mujer que hoy es el personaje del segundo relato de El buen dolor. Ella me contó su historia: volvía a Gesell porque le habían entrado a robar a la casa, y ella estaba aterrada pensando que los ladrones le habían llevado las cenizas de su bebé muerto. Esa historia venía a desviarme de la historia de mi padre, del cuento de mi abuela y de mi infancia. En el libro, retomo la historia familiar en el tercer relato, donde cuento la enfermedad y la muerte de mi padre. Yo quería hablar sobre lo que sucede cuando la enfermedad y el dolor entran en un hogar de clase baja: es como una lucha en la que todos se vuelven contra todos.”

LAS PERSISTENCIAS “Yo me preguntaba cómo resolver esa mezcla de ficción y realidad, cómo crear una estructura de relato que se pareciera a la realidad” dice Saccomanno. “Estaba leyendo a Raymond Carver. Había sometido a mis alumnos de taller a un ejercicio devastador: escribir sobre el padre. Les había dado a leer textos clásicos sobre el tema, desde Lagerkvist a Cheever, desde Briante al Rey Lear y Kafka. Habían surgido unos textos tremendos, no necesariamente autobiográficos. Pero faltaba algo. Creo que lo pude resolver, en el taller y en mi propio libro, cuando metí la lectura de Marguerite Duras. En ella siempre me había interesado la brevedad de sus novelas, y también cómo trabaja el límite entre verdad y literatura. En el prólogo de El dolor escribió: esto no es literatura. Y yo justamente quería escribir un libro donde la pobreza y la enfermedad estuvieran en primer plano, que funcionara como testimonio de la desesperación. Como si le dijera a otros escritores: mucha novela histórica, mucho best-seller pero ¿entraste en un hospital alguna vez? De la pobreza y el dolor no se habla. Yo lamento tener gustos de clase, pero en este país o te alineás con Arlt o te alineás con Bioy. En mi caso hay una persistencia. Yo tengo la sensación física de cuando leí El juguete rabioso por primera vez. La abuela estaba agonizando, ese verano. Yo andaba al borde de la depresión y me acababa de dar un saque con Crimen y castigo. El juguete... lo leí en un galpón en el fondo de casa, una tarde de verano de calor terrible, entre las tres y las siete de la tarde. Si a los 16 años te pega Arlt, te va a seguir pegando toda la vida.”

DUELO DE ESCRITORES La figura central en esta épica de Mataderos es el padre. “Papá era sastre. Le disgustaba su oficio. Quería ser escritor. Había estudiado periodismo y, si no estaba empleado en un diario, se debía a su negativa a afiliarse al Partido Justicialista. Juntándose con socialistas y anarquistas, papá participaba de la oposición al peronismo” se cuenta en El buen dolor. La gran batalla del padre era con la otra gran fuerza beligerante de la infancia de Saccomanno: la abuela. “Según papá, la abuela era como el Estado. En nombre del bien, la abuela producía el mal”, escribe con humor sarcástico. Pero había una guerra más sorda y ambigua que se desarrollaba entre padre e hijo, y lo notable de esta batalla es que las armas con las que combatían eran los libros y las ideas. Eso era lo que los enfrentaba, aunque detrás de lo libresco estuvieran los sentimientos y la sangre. “Desde que yo tengo memoria mi viejo quería escribir. Durante años escribió una novela social ambientada en el puerto y una obra de teatro sobre una familia que se va devorando a sí misma. Llegó a publicar una novela policial, Alfil negro y ganó un Premio Municipal en teatro. Luego escribió unos cuentos que a mí me gustaban mucho”, recuerda Saccomanno. “Pero después de mis veinte años nos distanciamos. Eran los años sesenta y su programa atrasaba. Su autor predilecto era Emile Zola. Para colmo, había trabajado en el puerto y se entusiasmó con hacer la novela social de sus compañeros de trabajo. Yo, que andaba merodeando por las librerías, le venía con Pavese, Moravia, Pasolini... y él, a regañadientes, iba y los leía. Eran los sesenta: en una casa de clase baja podía haber una biblioteca considerable. Con mi viejo nos cagábamos a puteadas a través de los libros. Él estaba muy preocupado por su novela social y yo le caía con Henry Miller”.

EL VIEJO GESELL En la “ficción” de El buen dolor, Villa Gesell es el sitio al que un escritor inicialado G llega para escribir una historia y en el camino se desvía hacia otra historia. Un personaje apodado el Francés, dueño de un hotel de la villa, lo cuenta así: “Cuando alguien pide un cuarto en agosto, un mes bravo acá en la costa, algo arrastra. Lo veo venir al tipo. Me lo imagino haciendo el bolso, metiendo algunos policiales, abrigo y una botella”. En la realidad, Gesell es el lugar donde Saccomanno escribió los últimos cinco libros. “Todo lugar al que uno llega es territorio a conquistar. Yo llegué huyendo a Gesell”, confiesa. “Allí pude dejar atrás las pastillas y el alcohol, allí me puse a prueba como escritor. O te sentás y escribís, o palmás.”

Ahora le gusta mucho vivir y escribir allá buena parte del año. Porque “sin un mango, en Gesell sos rico, y en Buenos Aires aunque tengas una luca en el bolsillo seguís siendo pobre”. Además, Saccomanno goza de la compañía de los lugareños; todos unos personajes: cuando El buen dolor se le empastaba más de lo aconsejable, Miguel Paz “el gaucho” (encargado del edificio donde vive el escritor en Gesell) lo calmaba con las siguientes palabras: “Todo libro nos llevó un tiempo, Guille, tranquilo”. En cuanto al Francés que en el segundo relato de la novela cuenta las aventuras de G, en la realidad es el arquitecto Carlos Cottet, dueño del hotel El Arcoiris, donde en marzo se alojan los escritores que van al Encuentro de Narradores de Gesell. “Si hablamos de narradores hay que escucharlo al Francés. En invierno nos juntamos algunos amigos en el hotel, a comer y tomar, y él siempre tiene una historia. Vos nunca sabés muy bien lo que te está contando, pero siempre es interesante.”

LA INTIMIDAD DE UNA NOVELA Una vez terminada la faena, Saccomanno no se arrepiente para nada de no haber escrito una Gran Novela familiar, de haber derrochado tantas historias fuertes en un relato corto. “Yo quería escribir una novela corta” insiste. “La irrupción de Duras también me reafirmó en esa dirección. Igual siempre me acuerdo de algo muy divertido que me dijo Noé Jitrik: los que quieren escribir sagas sobre sus propias familias siempre creen que su familia es lo más grande que hay. Y no todas las familias son los Buendía”.

De paso por Buenos Aires, Saccomanno acaba de visitar a los que quedan de esa familia que ocupa los días y las páginas de El buen dolor, su madre y su hermana, precisamente para entregarles en mano el testimonio de ese buen dolor en forma de ejemplares. “Sí, por supuesto que tengo la sensación de que estoy violando la intimidad de un dolor, al escribir sobre él”, acepta Saccomanno. “Pero no lo dejé de hacer porque me parece que en la medida en que ese dolor se exhibe, se exorciza. Y funciona como denuncia: nos merecemos una vida más justa, eso es lo que quiere decir el gesto de escribir sobre la enfermedad y la pobreza. Y para eso hay que ir a la historia íntima. Yo no me propuse escribir un libro para denunciar las injusticias cometidas contra una familia. Estás inmerso en eso. Eso constituye tu historia, tu experiencia”.

Después vendrán las repercusiones, las críticas literarias, los lectores. Mientras tanto, el escritor resume los invariables comentarios familiares: No puedo leer esto con objetividad, le dice su hermana. ¿No podés escribir de otra cosa?, le dice la madre. ¿De qué vas a escribir si no es sobre lo que sabés?, le dice la hija del medio, la sensata. Nos merecemos una vida más justa, nos dice Guillermo Saccomanno.

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Un corazón tomado por la memoria

La novela más reciente de Guillermo Saccomanno, El buen dolor , obtuvo críticas muy elogiosas y el conmovido reconocimiento de sus colegas. Después de varios intentos de contar literariamente el pasado familiar, el escritor logró con este libro apresar de modo admirable la vida cotidiana de los inmigrantes y sus descendientes.

COMO reconocer el buen dolor?, ¿cómo distinguirlo de aquél que sólo trae mutilación y muerte? A Guillermo Saccomanno le tomó años, hasta que finalmente, y después de muchos intentos, pudo poner por escrito, probablemente en las mejores páginas que ha creado hasta el momento, dos de los capítulos más tristes de su historia familiar: la enfermedad y muerte de su abuela materna, y luego, de su padre.
"Con El buen dolor estaba más inquieto que con ningún otro de mis libros -dice- porque si bien yo puedo explicar que todo lo que cuento allí es ficción, en la medida en que el libro está motorizado por hechos de la realidad sentía que estaba violando algún pudor del sufrimiento de mi familia."
Después de haber trabajado durante años como creativo publicitario y guionista de historietas, Saccomanno se volcó por completo a la literatura. Entre sus obras se cuentan Roberto y Eva , Bajo bandera (en la que se basó la película homónima de Juan José Jusid), La indiferencia del mundo y Animales domésticos. En todos esos libros, la historia familiar del autor está insinuada o directamente convertida en materia narrativa.

La primera parte de El buen dolor relata la infancia y adolescencia del protagonista junto a su madre, su padre y su hermana, en la modesta casa de la abuela materna, una española enérgica que rige con mano de hierro la vida hogareña. La endeble seguridad familiar se desmorona cuando la enfermedad entra en la casa. El progresivo deterioro de la abuela parece contagiar las paredes agrietadas por la humedad, la huerta estrangulada por los yuyos y el abandono.

"Cuando le conté a mi madre que finalmente iba a escribir este libro me preguntó: ¿no podés escribir de otra cosa? Pero mi hija del medio, que tiene 13 años, opinó: papá, vos tenés que escribir de lo que sabés. Eso fue lo que hice, y lo puse a prueba con mi hija mayor, de 23. El libro le gustó, le pareció que era una reconciliación con el pasado. Con mi madre ocurrió algo gracioso. El día en que salió el comentario del libro en La Nación , se lo llevé (mi vieja no me lee, pero lee las críticas de mis libros). Y dijo: yo no sé por qué le dan tanta bolilla a este libro, si es una historia común, ¿quién no tuvo alguna vez un enfermo en la casa? Y mi hermana le explicaba: por eso le dan bolilla, mamá, porque es una historia universal; y mi vieja se la quedaba mirando. Todo esto mientras yo hacía el asado y ellas, las ensaladas."

Como a veces ocurre con quienes temen que su herencia latina los vuelva excesivamente emocionales, Saccomanno se esfuerza por explicar racionalmente su obra.

"Yo era escéptico respecto de que este libro se publicara. Tiene enfermedad y pobreza en primer plano, además de la conflictiva relación padre-hijo, pero era un libro necesario para mí; era como decir basta de careteadas . Estoy harto de todos estos años de frivolidad y pavada en la literatura. Yo también escribí cuentos con discotecas y con yuppies , pero ya basta. Venimos de los barcos, estamos padeciendo un sistema económico injusto. No estoy abogando por una literatura de denuncia, pero creo que la literatura no es sólo evasión. Acá, en los años 60 y 70, cuando buscabas explicaciones o querías formularte interrogantes sobre la realidad, ahí estaban Manuel Puig, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh. Esa literatura estaba muy fuertemente referenciada, y eso no le quitaba poder de imaginación."

En la casa de Saccomanno, emergen vestigios de la abuela: un reloj despertador, una foto. "Mi abuela era una presencia muy fuerte. Trabajó de sirvienta y de lavandera de familias bien de la época. Con todo, acá la pasaba mucho mejor que en su aldea, donde estaban muy sometidos. Yo recuerdo cuando fui a España por primera vez, en el setenta y pico. En la casa de los parientes, en Santiago de Compostela, un familiar me mostraba emocionado el baño: había llegado a tener sanitarios y después de trabajar en el campo, podía pegarse una ducha. Si esto era así en los años setenta, pensá lo que sería en 1910, 1920. Aquellos tanos y gallegos que venían con una mano atrás y otra adelante también eran segregados. Por eso me indigna cuando se discrimina a los peruanos y a los bolivianos. Ahora la casa de al lado de la de mi vieja está llena de peruanos y bolivianos, parece una sucursal de El cóndor pasa . Y se matan laburando."

En la foto, la abuela es una figura cilíndrica y maciza, rematada por la cabeza redonda y, más pequeña, la esfera densa y oscura del rodete. Una columna capaz de soportar sola el peso de una casa. "Este soy yo de chiquito", Saccomanno señala al niño que sonríe junto a la columna, "todo flaco. Tengo buenos recuerdos de mi abuela, pero cuando una enfermedad dura hasta el final, los recuerdos buenos se borran. Sin embargo, hay algo que me queda y está en el libro. A mi abuela le gustaba mucho escuchar y contar historias, y me hablaba de una parienta de ella, que entonces vivía enfrente de mi casa. En su aldea en España, esa mujer había tenido un hijo con el cura, y el chico se le había ahorcado a los 33 años. Cuando yo tenía 7 u 8 años, a la tardecita me cruzaba a la casa de esta otra gallega, que me contaba la historia de San Jorge y el dragón mientras me daba pan mojado en vino con azúcar. Imagináte a esa edad, que te cuenten eso mientras te dan vino, ¿sabés adónde te mandan?".

La tercera y última parte de El buen dolor narra la enfermedad del padre, que repite, de algún modo, la agonía de la abuela. "Cuando comenzó lo de mi padre, yo sentía que nuestra casa era víctima de una maldición al estilo Stephen King. Además, mi padre siempre quiso ser escritor, incluso llegó a publicar una novela policial, Alfil negro, y la rivalidad entre nosotros era durísima, una tensión que a veces no se soportaba. Pero creo que en el último tiempo hubo un armisticio, tuvimos distintos momentos de encuentro."

El buen dolor es también la historia de una generación, y una reflexión sobre la fragilidad humana. Hay algo parecido a una memoria genética de la pobreza, dice el autor. Quien tuvo mucho y lo perdió, quien tuvo poco y vislumbra la posibilidad de tener aún menos vive en un estado de alerta permanente. "Cuando una enfermedad empieza a ganar una casa, ocupa cada vez más espacio. De golpe te das cuenta de que la frutera y el aparador destinado a las especias están copados por los remedios."

A los 51 años Saccomanno parece mucho más joven. El sentido del humor, la voz despejada, la jerga juvenil que intercala sin forzar la situación, le confieren, por momentos, un aire casi adolescente. El dolor no le ha dejado marcas demasiado visibles. "No sé a qué atribuirlo. Tal vez sea el mar. Hace diez años que vivo en Villa Gesell y vengo a Buenos Aires sólo para dictar el taller literario. El trabajo me ordena la vida. Trabajo en lo que me gusta y en ese sentido me considero un privilegiado."

La abuela decía que el buen dolor es el que templa la fe. Saccomanno podría agregar que es el que permite contar el cuento. .

Por Verónica Chiaravalli De la Redacción de La Nación

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